Museo del Romanticismo: El regreso de la niña en la quinta dimensión (Segunda parte)

[… Sigue] Y así fue como, bajo un techo decorado con escudos de las diferentes provincias españolas, apareció el comedor en todo su esplendor, con una hermosa chimenea de mármol al fondo y un aparador sobre el que descansaba la delicada vajilla de fina porcelana parisina, que estaba tanto en boga en esa época.

El comedor en todo su esplendor

El comedor en todo su esplendor, listo para el banquete diurno

Pero lo que más llamaba la atención, teniendo en cuenta la hora, era la maravillosa mesa central, iluminada por una espectacular araña de cristal de la Real Fábrica de La Granja. La pequeña, extasiada con aquella visión, fijó seguidamente su nostálgica mirada en el artístico centro de mesa que, con sus flores recién talladas, descansaba sobre un delicado mantel de hilo en compañía de una refinada cubertería de plata antigua. Aquella imagen hizo que se acordara de su verdadera casa, su “hogar dulce hogar”, donde ella misma, cuando celebraban las fiestas en familia o invitaban amigos para el almuerzo o la cena, ayudaba a su madre a poner la mesa “de las grandes ocasiones”, decorándola con sus originales creaciones, tales como “segnaposti” personalizados o menús dibujados. Fue como un resplandor, un fugaz recuerdo que, sin avisar, la devolvió por un instante a su auténtica dimensión, a su sencilla cotidianidad, tan alejada y tan diferente de aquel surrealista y suntuoso ambiente, pero tan sorprendente y tan estimulante como el amor de su gente.

Y luego volvió a volar con las alas de su fantasía…

 Allí estaba la duquesa invitándolas, a su madre y a ella, a ponerse cómodas para disfrutar, las tres juntas, de un insólito banquete diurno en aquella estancia que, normalmente, se utilizaba para cenar, mientras que las demás comidas se solían organizar en unas salitas más pequeñas, llamadas “habitaciones de desayuno”.

Pero un día era un día, y ese era un día especial, un día excepcional…

Uno de los impecables sirvientes trajo el primero de muchos platos elaborados, y a la joven comensal, con solo olerlo, le desaparecieron repentinamente las molestias, entendiendo ya, ella también, cual era el origen de las mismas: el apetito, un apetito progresivo que, hasta aquel momento, había sido apartado por la emoción de aquel recorrido familiar pero que ahora, después de cinco horas en ayunas, aparecía con toda su intensidad.

La niña, que degustó educadamente cada una de las exquisiteces que le fueron ofrecidas, perdió definitivamente la noción del tiempo y, al acabar el pantagruélico convite, entre despreocupadas conversaciones, risas inocentes y dulces reflexiones, expresó su, previsible, deseo de rendir homenaje a la sana tradición… ¡de dormir la siesta!

La anfitriona, sin embargo, siempre dispuesta a secundar sus razonables peticiones, no le ofreció su dormitorio, pues ello les hubiera obligado a atravesar una estancia donde le tenía preparada una lúdica sorpresa, sino que la acompañó al cercano anteoratorio, una antecámara que hacía también las funciones de pequeño salón, invitando a su querida niña a tumbarse sobre un precioso diván que iba a juego con la sillería alrededor. La pequeña no esperó a que se lo repitieran dos veces y, cubriéndose con una mantita sabiamente bordada, cayó rápidamente víctima del soporífero abrazo de Morfeo.

El místico oratorio

El místico oratorio

Aprovechando aquel rato de descanso, su madre, en compañía de la noble dama, se acercó al colindante oratorio, una habitación de reducidas dimensiones destinada a los actos religiosos en petit comité, donde pudo contemplar un maravilloso cuadro de Goya, “San Gregorio Magno, Papa”.

El impresionante lienzo, ubicado encima del altar y precedido por un precioso reclinatorio de caoba tapizado en terciopelo, ocupaba con su presencia artística todo aquel espacio y, ante esa luminosa imagen, rodeada de esculturas y diversos objetos litúrgicos, Aliapiedi, en recogido silencio, quedó suspendida en el tiempo en extática contemplación…

Fue el leve bostezar de una niña, cuyo sueño había sido tan breve como intenso, lo que alejó a la madre de sus místicos pensamientos. La jovencita, otra vez llena de energía, estaba impaciente por continuar con su caza al tesoro: aún le faltaban tres pistas.

Doña María Josefa de Pimentel la condujo entonces al lugar de la sorpresa: la sala de juego de los niños.

La sorprendente, y entretenida, sala de juegos de los niños

La sorprendente, y entretenida, sala de juegos de los niños

Ante los pequeños pero grandes ojos de la invitada apareció una increíble habitación llena de juguetes de todo tipo, desde frágiles muñecas de porcelana hasta juegos de cromos, desde abanicos hasta puzzles, y, sobre todo, desde una carroza en miniatura hasta… un pajarito dentro de una coqueta jaula suspendida en el aire: ¡el cuarto indicio!

La cuarta pista: el pajarito

La cuarta pista: la jaula con el pajarito

De inmediato surgió una duda: ¿Aquel animal era de mentira o de verdad?

Una vez más la niña de la quinta dimensión no tuvo que esperar para recibir la deseada respuesta.

La duquesa, con rápido gesto, puso en movimiento a esa criatura, que en realidad era un autómata, y el ave empezó a mover su cola y a piar. La niña, entre asombrada y confundida por aquella magia mecánica, no quitaba ojo al volátil que, tal y como le contaba su amiga, era la viva, o aparentemente via, prueba de los “caprichosos” gustos de la aristocracia de aquel entonces. Y al oír pronunciar este último adjetivo, madre e hija volvieron repentinamente su mirada hacia la noble dama: sin hablarse se entendieron a la perfección…

La duquesa, presa ella también de nostálgicos recuerdos, por un instante se había evadido de aquella casa para regresar a su amado palacio y, sobre todo, a su monumental “Capricho”, el de la C mayúscula. En efecto, entre las numerosas, y “caprichosas”, construcciones esparcidas por este fantasioso jardín, había una de la que el trío, que asistía a la dinámica escena ornitológica, se había acordado casi al unísono: la pintoresca “Casa de la Vieja”, en cuyo interior, entre enseres verdaderos e imitaciones de alimentos, también se encontraban dos autómatas a tamaño real, una anciana y un muchacho, que, al ser activados, cobraban vida, igual que aquel pajarito, como si de auténticas personas se tratara.

Las divertidas imágenes, los fantásticos “caprichos” y el jardín de los sueños reales unían una vez más a las amigas “ultradimensionales”…

Y si antes era la hija la que se emocionaba a la vista de la sala de los juegos, ahora era la madre que hacía lo mismo con ese maravilloso “nido de cosas bellas y preciosas” que acababa de materializarse en un encantador boudoir.

El femenino boudoir

El tipicamente femenino boudoir

Ese sí que era el lugar de sus ilusiones, de aquellas que estaba viviendo y de aquellas que se estaban realizando.

En aquella estancia donde se exaltaba el aspecto maternal de la mujer, bien representado en los retratos “familiares” que colgaban de sus paredes, Aliapiedi no sólo pensó en sus hijos, fijándose en la tierna imagen de dos hermanos que se abrazaban dentro de un cuadro, sino también en su marido y en sí misma, observando las vitrinas llenas de accesorios y bibelots, objetos pequeños de escaso valor, paradigmáticos del carácter irracional y cambiante del sexo femenino al cual ella pertenecía a pleno derecho… ¡para desesperación de su coherente y racional consorte!

Sonriendo al pensar en esos caracteres tan genética y naturalmente opuestos, la invitada se fue con su amiga y su hija a la alcoba femenina, una habitación que servía no solo como dormitorio sino también, y sobre todo, como refugio privado, donde poder guardar un recuerdo especial en la mesita de noche, leer una carta de amor en el escritorio portátil de sobremesa, o sencillamente maquillarse y peinarse en toda libertad delante del tocador, repleto de cremas para la piel y de frascos perfumados que hacían las delicias de la niña en la quinta dimensión. Pero la pieza más llamativa de aquel conjunto era sin duda la evocadora cama de tipo góndola, dotada de un romántico dosel, al lado de la cual había un pequeño reclinatorio de nogal y una preciosa cunita.

La joven visitante era ya demasiado grande para acostarse en esta última pero no tanto como para meterse debajo de las cálidas sábanas de aquel lecho de princesa. Y así, despidiéndose de la amiga y de la madre con un dulce beso, dejó que la invadiera un largo y agradable sueño…

En efecto ya se había hecho tarde, casi era de noche -allí el tiempo volaba- y todavía faltaban por visitar las estancias masculinas de la casa que, acorde con el carácter más serio y austero del hombre de la época, eran bastante más sobrias que las anteriores, según las explicaciones de la anfitriona.

Prueba de ello era, por ejemplo, el gabinete de Larra, un espacio de reducidas dimensiones, dedicado a este celebre literato, uno de los máximos exponente del romanticismo, que estaba amueblado con un simple sofá de estilo fernandino, dos cómodas de cajones y un pequeño velador de inspiración medieval.

El

El «masculino» gabinete de Larra

La invitada y Doña María Josefa de Pimentel lo cruzaron sin detenerse ya que esta última estaba impaciente por enseñar a su huésped otra estancia que, según ella, iba a resultar mucho más interesante y estimulante para ambas. Se trataba de la sala de la literatura y el teatro, dedicada a estos dos géneros artísticos cuyas relaciones profesionales durante el Romanticismo se iban afirmando a la par que las cualidades intelectuales de la mujer.

El Stenway

El Stenway tentador

Entre sus verdes paredes se respiraba arte por todos los lados, no sólo por la gran cantidad de cuadros que había, ni por los preciosos muebles, como la cómoda que había pertenecido a la poetisa Carolina Coronado, sino también por el maravilloso Steinway del fondo. La duquesa, vivo ejemplo del progreso del universo femenino, más allá del tradicional ámbito hogareño, se sentía a gusto en aquella habitación ya que ella misma había sido muy adelantada a sus tiempos y había estado desde siempre comprometida con los artistas; y guiñándole esta vez el ojo a Aliapiedi -que a su vez, avanza, paso a otro, en su atípico camino “familiar-bloguero”- la invitó, percatándose de su admiración por el prestigioso instrumento musical, a tocar una pieza para celebrar los logros “artísticos-literarios” de ambas.

La madre que, a diferencia de la hija, desde siempre tenía auténtico pavor a exhibirse en público -y más aún después de unos cuantos años, más bien decenios, sin practicar- no tenía la más mínima intención de satisfacer aquel deseo, aunque fuera a costa de parecer desagradecida o maleducada. Sin embargo, el significativo silencio de la duquesa consiguió que cambiara rápidamente de opinión.

En su honor y de modo absolutamente excepcional -era un día especial-, iba a (intentar) reproducir una sonata de Braungardt que no sólo había sido la preferida de su infancia sino también que se adaptaba perfectamente al romántico ambiente que les rodeaba: “Murmure des Bois”.

Sentada delante del valioso piano y temblando al igual que treinta años atrás, respiró profundamente, cerró los ojos y abrió el alma. Las notas, acompañadas por el pedal, empezaron a fluir entre sus dedos como nunca lo habían hecho antes, las manos se deslizaban, se alternaban y se cruzaban sobre las teclas como si encontraran solas el camino musical, y la melodía que creía olvidada resurgió del corazón.

Aliapiedi ya no sabía si estaba viviendo un sueño o si de verdad se estaba realizando uno de los suyos, el de poder finalmente disfrutar de la música clásica en compañía y no en solitario, encerrada en una habitación al resguardo de ojos (y oídos) ajenos; y cuando finalizó aquel increíble concierto, con la adrenalina aún recorriendo sus miembros, tomando conciencia de lo que acababa de pasar, se levantó de golpe, se dio la vuelta y se topó con los sinceros aplausos de los últimos invitados de la fiesta de disfraces que estaba a punto de terminar.

Ella, sonrojándose, no pudo evitar emocionarse, sonriendo agradecida a la duquesa, tenaz y generosa, y a si misma, ya no tan pavorosa.

Pero el recorrido aún no había finalizado, y tampoco la caza al tesoro de la niña que, durmiendo profundamente, a lo mejor estaba soñando con ella.

Doña María Josefa de Pimentel llevó rápidamente a su amiga por una estancia que, estaba segura, no iba a gustarle para nada: el fumador.

El

El «inhóspito» fumador

Y acertó de pleno. Aquel espacio, específicamente destinado a relajadas conversaciones masculinas, envueltas por nubes de humo, era, según Aliapiedi, todo lo contrario a un idílico lugar y, agradeciendo tácitamente el hecho de que en aquel momento no estuviera ocupado por nadie -sólo le faltaba salir de allí oliendo a tabaco…-, lo cruzó con paso rápido, mirando de reojo su original decoración de estilo oriental.

Era mejor seguir hacia el gabinete, donde la noble dama, así como antes había hecho con la niña, le tenía ahora preparada una sorpresa para su madre.

El gabinete

El gabinete, lugar de una dúplice sorpresa

Entraron en la estancia y allí, sentado en un confidente, un curioso sofá de dos plazas opuestas y enfrentadas, y hablando de quién sabe qué importantes asuntos privados con uno de sus amigos más íntimos, encontraron al mismísimo duque de Osuna, don Pedro de Alcántara Téllez-Girón.

La invitada nunca lo había conocido en persona, aunque había oído hablar de él en repetidas ocasiones, y al verlo así de repente, sin preaviso, se quedó boquiabierta, bajo la complacida y divertida mirada de la duquesa.

El caballero, al percatarse de la presencia de la, tantas veces nombrada, amiga de su consorte, se levantó, se le acercó y, le besó la mano, expresándole toda su alegría por aquel encuentro tan inesperado como apreciado, mientras que ella, casi sin poder articular palabra frente a aquel ilustre personaje, intentó felicitarle por su incomparable filantropía y el insustituible apoyo de todas las iniciativas de su emprendedora mujer.

El duque, estiloso en el porte como en el habla, esbozó una cautivadora sonrisa, cruzó su mirada con la de su amada, y del mismo modo que había aparecido se fue…

¿A dónde había ido? ¿Había sido un espejismo o un efecto óptico? ¿Qué estaba pasando en aquella fantástica y mágica casa-museo?

La quinta pista: el retrato del niño

La quinta pista: el retrato del niño

Absortas por estas y muchas otras preguntas que rondaban en su cabeza, la invitada casi pasaba por alto la imagen de un jovencito que, al lado de su padre y hermanito, estrechaba entre sus manos un muñeco de madera con un capirote en su cabeza.

Se detuvo delante de él y, de repente, se iluminó una bombilla imaginaria.

Cogió el mapa que le había dejado su hija antes de caer rendida a los poderes soporíferos de Morfeo, y, repasando rápidamente todas las imágenes que aparecían en el mismo, encontró la quinta pista: ¡el retrato del niño!

Satisfecha, tachó ese elemento de la originaria caza al tesoro, y, olvidándose por un momento de su particular “caza al noble personaje”, se dio cuenta de que solo faltaba encontrar un último objeto para conseguir el tan deseado premio: ¿Cuál iba a ser?

La duquesa, como siempre, sonreía enigmáticamente, y mientras leía sus pensamientos, la acompañó a la estancia limítrofe: el dormitorio masculino.

La alcoba masculina y el engañoso psique

El dormitorio masculino: la indumentaria del duque y el engañoso psiqué

En esa habitación, de aspecto grave y severo, caracterizada por muebles menos elegantes pero más prácticos, como, por ejemplo, un lavabo que, al cerrarse, ocultaba su higiénica función, encima de una cama de estilo Carlos IV, Aliapiedi no encontró al duque, sino sólo su elegante hábito, acompañado de un bastón, con el cual, unos pocos minutos antes, había visto vestido a aquel galán. Pero de él, ni rastro.

¿Se había volatilizado o, quizás, jugaba al escondite ocultándose entre los retratos de personajes prototípicos de la época, tales como el “rebelde” romántico, el marino, el lechuguino o el dandy, obsesionado por la moda? -¡en realidad, esa pasión era más propia de su mujer, como bien había demostrado en el Museo del Traje!-.

Ni lo uno, ni lo otro. Allí sólo estaba ella, cuya imagen se reflejaba en un hermoso psiqué, un espejo basculante de cuerpo entero, y la duquesa, a sus espaldas.

La madre de familia se encaminó entonces hacia el despacho, con la ilusión de que, a pesar de que ya no eran horas, don Pedro de Alcántara estuviera aún trabajando en algún importante asunto de Estado.

El despacho... vacío

El despacho… ¡vacío, sin nadie despachando!

Desafortunadamente, entre aquellas paredes cubiertas de papel de estilo inglés, no volvió a divisar al noble hombre: no estaba sentado delante la imponente mesa de trabajo de caoba, de estilo reina gobernadora, y tampoco en la continuación de la pintoresca galería humana en la que sobresalían figuras de militares, banqueros o “nuevos ricos”.

Era noche profunda y ya no quedaba mucho para concluir el atípico recorrido. Acompañada por la anfitriona, Aliapiedi entró en la sala de billar, dominada, obviamente, por una magnífica, y correspondiente, mesa fabricada en Barcelona por el famoso Francisco Amorós.

La sala de billar

El billar: un entretenimiento para hombres… ¡rodeados de mujeres!

Pero el duque no estaba distrayéndose con aquel entretenimiento tan típicamente aristocrático como masculino. Allí solo había mujeres que, vestidas, peinadas y enjoyadas cada una de ellas según la moda del momento, la estaban observando desde los retratos colgados en las verdes paredes.

Faltaba una última estancia por inspeccionar, la estufa o serre, en francés, dedicada al reino de las plantas, para exaltar de forma “natural” el mundo campestre, tan valorado en aquella época.

Como ella temía, en aquel antiguo invernadero, ahora ocupado por piezas de vajillas de cerámica estampada en lugar de exóticas plantas, y piezas de opalina en lugar de flores multicolores, no volvió a aparecer el duque.

Un poco decepcionada por tener que conformarse con el breve, pero intenso, encuentro de antes, Aliapiedi, agotada por tantas emociones, se sentó en una coqueta banqueta de influencia francesa y contempló un curioso biombo que estaba a su lado y que, como le explicó su amiga, revestía no solo una función decorativa, sino también lúdica, al tratarse de una “linterna mágica”.

La última pista: la linterna mágica...

La última pista: la linterna mágica…

La madre, picada por la curiosidad, y deseando tácitamente ver ese extraño artilugio en acción -era igual que su niña-, se fijó en una de las coloridas imágenes reproducidas en sus placas de cristal: la de un perro que, como por arte de magia, empezó a saltar y bailar al ritmo del violín de su dueño.

La visitante se quedó boquiabierta, asombrada por aquellos increíbles movimientos, casi (o sin casi) hipnotizada por aquella dinámica escena que se reproducía ante ella como si de un dibujo animado se tratara.

El péndulo

El péndulo

Miró a la duquesa, que a su vez la observaba con una expresión misteriosamente satisfecha, y, de repente, mientras oía los doce repiques de un antiguo péndulo, recordó la sexta, y última, pista: el perro saltarín. Dirigiendo un último pensamiento a su verdadero tesoro, su hija, y no a aquel que a ambas les esperaba al final de aquel itinerario familiar, cayó ella también en un sueño profundo, cual Cenicienta del Tercer Milenio…

Al día siguiente, madre e hija, se despertaron con una extraña sensación en el cuerpo, con la mente un poco anublada y la memoria bastante ofuscada. Era una mañana maravillosa: el sol brillaba en todo su esplendor y el cielo, azul como nunca, reflejaba su grandiosa luz. Era la ocasión ideal para un plan familiar, aunque de participación reducida, ya que los componentes masculinos de Aliapiedienfamilia ya tenían un compromiso, por lo que madre e hija decidieron salir de casa para dirigirse a un romántico lugar de Madrid que desde hace tiempo querían visitar.

En efecto, el sitio elegido no podía ser más acogedor, más hermoso y más pintoresco…

Entraron por un portal, precedido por dos majestuosos candelabros, y pisando un antiguo parquet, cruzaron unas preciosas estancias, llenas de objetos de todo tipo y gusto, pasaron delante de una autoritaria chimenea, debajo de una grandiosa lámpara, al lado de un suntuoso espejo y, finalmente, llegaron a destino: ese maravilloso rincón secreto era un auténtico… ¡tesoro!, un premio para el cuerpo, un regalo para el alma.

Un portal prometedor...

Un prometedor portal…

... una preciosa estancia...

… una preciosa estancia…

Una chimena

… una autoritaria chimena y…

Allí se sentaron las dos, entre la rica vegetación alrededor, oyendo fluir las aguas de una cercana fuente y saboreando el dulce aroma de un madrileño, y famoso, ¡café con leche!

Ambas estaban extrañamente asombradas no sólo por la decoración exterior, y también interior, de aquel romántico, y poco conocido, salón de té, el Café del Jardín, sino también por las sorprendentes estancias de la planta superior del edificio que la alojaba.

... a spanish

«A relaxing cup of café con leche»

Todas ellas les sonaban muy “familiares”, como si ya hubiesen estado allí, con la única excepción de las últimas dos: la sala de interactivos y el teatrino.

Románticos juegos interactivos

Románticos juegos interactivos

En la primera las dos mujeres se habían entretenido con unos juegos informáticos, obviamente interactivos, sobre abanicos, flores, papeles pintados y mucho más, que aparecían en las pantallas de un moderno mueble central, mientras que en la segunda, ocupada por una enorme maqueta del palacete en el cual se encontraban, habían “espiado” a través de los vanos de la misma, la forma de vivir en aquella increíble casa-museo, gracias a unas curiosas proyecciones.

La maqueta mágica

La maqueta mágica

Madre e hija, por una vez sin tener que recurrir a su desenfrenada imaginación para figurarse un fantasioso relato con un “romántico” escenario de fondo ambientado en la época del “Romanticismo”, se habían así dejado llevar por aquellas imágenes tridimensionales e, hipnotizadas por sus movimientos, se habían trasladado a otra época, a otra gente y… ¡a otra dimensión!

Allí las esperaba la amiga de siempre, la duquesa de Osuna, para volver a vivir juntas una nueva (¡o la misma!) aventura…

Una nota final: Después de este fantástico viaje, Aliapiedi quiso llevar a su joven acompañante a una pastelería allí cercana, en la calle Fernando VI, no sólo para comprar algo dulce para el resto de la familia, sino también para enseñarle, entre aquellas históricas paredes, una pequeña… ¡duquesa!: “la Duquesita”. La niña, contemplando esa encantadora estatua de alabastro, realizada en la tierra de su madre, Italia, y rodeada de olores embriagadores, empezó a fantasear con su vestido drapeado, sus valiosos pendientes y su roja corona, mientras que la madre, unos cuantos pasos más allá, a piedi, hizo lo mismo ante lo que ella consideraba un auténtico “tesoro”: la escenográfica y grandiosa escalinata del modernista palacio Longoria, ahora sede de la S.G.A.E.; algún día, pensaba ella, ilusa o llena de ilusión, la subiría, como afirmada escritora o simple soñadora…

La escalera de los sueños de Aliapiedi

La escalera de los sueños de Aliapiedi

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