Teatro (L)Ara y «Mis Primeras Cuatro Estaciones»: ¡¿¡Música clásica!?!

“¡Música clásica!”

“¿Música clásica?”

“¡Música clásica!”

Con ese intenso diálogo, caracterizado más bien por gestos, expresiones y muecas de sufrimiento, por un lado, y de alegría, por el otro, se podría resumir la historia de esta nueva aventura de Aliapiedienfamilia.

Era el cuadragésimo cumpleaños de la que suscribe y, después de haber recibido el mejor regalo posible para una viajera -unos cuantos días en familia por el norte de España-, satisfecha y feliz, decidí hacer un regalo a mi familia: unas entradas para asistir a un concierto de música clásica -¿qué mejor manera de celebrar todos juntos mis cuarenta años que multiplicándolos por “Mis Primeras Cuatro Estaciones”?-

«Mis Primeras Cuatro (x 40) Estaciones»

Ya había oído y visto tocar a Ara Malikian en Pagagnini, un espectáculo que, dos años después, se sigue representando por todos los rincones del mundo, pero por aquel entonces, por raro que parezca, no conocía a ese violinista libanés de origen armenio.

Una imagen

Una imagen «impactante»

Lo que sí me impactó irreversiblemente fue su imagen, suspendido en el aire junto con otros músicos y sus respectivos instrumentos: ese anuncio, pegado en la parte trasera de un autobús parado delante de mí en un semáforo en rojo, cambió radicalmente mi vida… ¡musical! -siempre he tenido especial pasión por la gente con una pizca de locura, y ese personaje, con ese aspecto nada convencional, muy alejado de la de un “clásico” violinista, o de un violinista “clásico”, respondía totalmente a mis admirados cánones de originalidad…-. En menos de una hora encontré una “espontánea” acompañante, compré las entradas y, a los pocos días, asistimos al espectáculo de ese peculiar músico que se exhibía, junto con su “band”, en el Teatro Calderón: ¡Fue único!

La locura, fantasía y originalidad de la función superó con mucho mis expectativas. Esa “g” de más, añadida en el medio del apellido del célebre violinista genovés, hizo la diferencia… ¡y qué diferencia! Salí del concierto impresionada, emocionada y satisfecha aunque con la tristeza de no haber podido disfrutarlo con mi familia, o por lo menos, con uno de sus componentes, el más adulto de todos. Así que cuando se me presentó la ocasión de “compartir” a Ara con todos los componentes de Aliapiedi, no pude resistirme e, intentando a dura penas contenerme pegando saltos de alegría -no me contenía tanto, la verdad-, grité esas dos “fatídicas” palabras: “¡Música clásica!”.

Los niños, y su padre, me miraron con unas caras entre la incredulidad y la decepción, sin entender el motivo de tanto entusiasmo por mi parte: lo de ir todos juntos a un concierto de “música” estaba bien, pero ese adjetivo añadido al prometedor sustantivo, traía nefastas consecuencias en sus ánimos, acostumbrados, los más pequeños, a las melodías de conocidos personajes de series infantiles, presumidos músicos precoces gracias al poder de intensas campañas de marketing, cuales Violetta, Justin Bieber y One Direction, y el más grande, a las de viejas estrellas de la música rock, como Madonna, Depeche Mode o Bruce Springsteen.

En este “prestigioso” firmamento musical, poca cabida tenían genios como Beethoven, Mozart o Vivaldi y, aunque sus nombres les “sonaran” mucho y hasta tocasen algunas de sus obras, en versión infantil, en el antiguo piano de casa, eso no justificaba ese atípico, por no decir inexplicable, (auto)regalo por parte de su incorregible madre: “¿Música clásica?”, preguntaron los tres a la vez totalmente desconcertados…

No les hice caso. No iba ceder a sus miradas de súplica, no iba a dar explicaciones en contestación a su coro interrogativo, no iba a escuchar sus propuestas alternativas supuestamente más alentadoras. Estaba totalmente segura de mi decisión, de mi grandioso plan familiar, y, sobre todo, de mi ilusión, aún no compartida por mis ignaros acompañantes.

Compré las entradas para “Mis Primeras Cuatro Estaciones” y decidí aprovechar el largo mes de espera hasta el día de la función -sólo hay un espectáculo al mes y las localidades se agotan rápidamente: hay que reservar con mucha antelación… ¿Por qué será?- para acercar los niños a las clásicas «Cuatro Estaciones» de Antonio Vivaldi. Cada mañana y cada tarde, de camino al colegio y de vuelta a casa, les ponía en el coche el concierto de la Filarmónica de Stuttgart, pero ese experimento-intento musical no hacía sino que empeorar las cosas; los pequeños pasajeros de los asientos de atrás con el pasar de los minutos, de las horas y de los días de escucha, exceptuados unos cuantos momentos de entusiasmo inicial, empezaban a aburrirse, a distraerse e, inevitablemente, a quejarse. A pesar de los (admirables) esfuerzos de su madre, Vivaldi finalmente tuvo que callarse…

Por lo tanto los prolegómenos de aquel tan esperado, o temido, espectáculo que iba a tener lugar un sábado por la mañana en el Teatro (de) Lara, no eran precisamente prometedores. El día designado llegamos con bastante antelación al número 15 de la Corredera Baja de San Pablo, y aunque faltara más de un cuarto de hora para el inicio de la actuación, delante la fachada de portales rojos y faroles parisinos, se agolpaban ya niños de todas las edades, desde los cero hasta los cien años, como si de un verdadero concierto rock se tratara, con los fans en trepidante, casi histérica, espera.

La fachada

La fachada «afrancesada» del Teatro (de) Lara

Nunca habíamos entrado en ese coqueto edificio con un aire afrancesado, de finales del siglo XIX, pero sí en el acogedor y rústico local de enfrente: la cafetería-librería Italiana, donde los unos soñaban con entrar para saborear una gustosa merienda, y otra, Aliapiedi, con ver expuesto su inminente libro sobre Dublín, envuelto por los aromas de un buen café italiano ¡o irlandés! -¿quién sabe?…-.

La acogedora cafetería-librería Italiana

La acogedora cafetería-librería Italiana

Pero, por el momento, todos teníamos que dar la espalda a esos sueños gastronómicos o literarios y ¡enfrentarnos a la dura, o placentera, realidad de un concierto de música clásica!

Pasamos por sendos vestíbulos, ambos caracterizados por rojas columnas de fundición, paneles de madera y lámparas de estilo rococó, y, en el caso del segundo, también por un precioso techo de artesanado.

La puerta de acceso a la deslumbrante sala principal

La puerta de acceso a la deslumbrante sala principal

Al fondo, detrás de una puerta forrada con terciopelo rojo, apareció en todo su esplendor la pequeña, pero grandiosa, sala principal, con sus asientos de madera, sus balconadas de estucos dorados y, por encima de todo, con un fresco circular de tema mitológico: esos prolegómenos arquitectónicos sí que prometían…

La mayoría de la audiencia ya estaba acomodada en sus asientos, algunos de ellos, y no eran pocos, dotados de alzador para los más pequeños, y mis acompañantes, sorprendidos por tanta inexplicable afluencia de público y por la electricidad que ya se respiraba en el aire, se acomodaron entre las primeras filas, dispuestos a complacer a su madre y, al mismo tiempo, a descubrir el porqué de tanta exaltación colectiva por un concierto… ¡de música clásica!

La sencilla puesta en escena

La sencilla puesta en escena

La puesta en escena era muy sencilla: tres sillas, cuatro atriles y un micrófono. Nada más.

Apareció una mujer, vestida de manera informal, nada “clásica”, ciertamente, con vaqueros y camiseta, anunciando simplemente la llegada (triunfal) de la Primavera y,  con ella, de los “Cuatro Fantásticos”, el cuarteto de cuerda, tocando las celebérrimas notas del “Allegro” primer tiempo, inmediatamente reconocido por mis “indoctrinados” hijos, memores, afortunadamente, de las anteriores y, hasta aquel momento, pesadas, audiciones entre las cuatro paredes del coche.

La (triunfal) Primavera

La (triunfal) Primavera

Me fijé en sus caras de sorpresa provocada no sólo por el vestuario de aquellos músicos que, ellos también, llevaban ropa “normal”, incluso zapatillas de deporte en algunos casos, nada que ver con los trajes de gala de los componentes de la Filarmónica de Viena durante el, siempre presente en nuestro hogar, Concierto de Fin de Año, sino también por aquella audición “en vivo y en directo” del tripudio de la naturaleza, de sus plantas y de sus flores que resultaba mucho más entretenida y placentera que la versión grabada, gracias también a las oportunas explicaciones de la narradora.

Esa música, tan clásica, y al mismo tiempo tan “viva”, después de trescientos años, era, en todos los sentidos, y para todos los sentidos, “otra” música: mi familia ya estaba dejándose llevar con los ojos, y los oídos, bien abiertos mientras que yo disfrutaba no sólo de mi “clásico” preferido, sino también del estupor de los míos…

Unas primaverales melodías

Unas primaverales melodías «voladoras»

Sobre el escenario asistíamos a los dos violines y viola simulando con sus malabares musicales el revolotear de rama en rama de unos dinámicos pájaros, reproduciendo sus cantos, alternándose con sus acordes, llamándose con sus respectivas notas, preguntándose y contestándose a través de ellas y casi desafiándose con esas melodías “voladoras” mientras que los pequeños, ya no sonreían, sino reían felices, al comprobar cómo tanto “revuelo” musical acababa de forma tan “despistada”.

La narradora, toda una profesional a diferencia de sus compañeros, logró por un momento poner orden en la escena para poder seguir con su relato y, pasada la actuación “ornitológica”, nos anunció la “acuática”, que se centraba sobre el fluir burbujeante de un manantial recién despertado, cuya increíble explosión de vida, no solo natural, sino también musical, quedaba exaltada por la dulce, y a veces mecedora, melodía y por el triunfal estribillo del principio.

Pero de repente, estalló una grandiosa tormenta, que descargaba sus temibles rayos y, al pronunciar esas últimas palabras, el cuarteto, animándose, comenzó a deslizar sus dedos, así como sus arcos, a una velocidad cada vez más vertiginosa, unas veces “tremolando”, otras “vibrando”, consiguiendo que las sencillas cuatro cuerdas de cuatro sencillos instrumentos emitieran unos complicados sonidos infinitos. Era magia. Y en el medio de esa mágica y violenta tempestad, allí estaba Ara, solo con un violín en la mano, en lugar de un paraguas, luchando contra ella a través de un acrobático solo que dejaba a todo el mundo boquiabierto, incluidos mis no ya tan incrédulos acompañantes, sino más bien fieles creyentes.

Finalmente, la calma y la tranquilidad se restableció y los «Cuatro Fantásticos», unidos por ese dulce e invisible sentimiento, comenzaron a tocar otra vez juntos una “serena” melodía, con el estribillo de siempre, mientras que los pastores y la gente del pueblo, agotados por la dura jornada de trabajo, según las palabras de la comentarista, pero deseosos de relajarse tocando, danzando y cantando, celebraban la generosa primavera, llena de “alegría”, como la de su tercer tiempo.

Ara, ya totalmente metido en su triple papel de músico-actor-bailarín tocaba feliz las correspondientes notas, unas veces más despacio y otras más deprisa, marcando el ritmo con todo su cuerpo, doblándose con los tonos bajos, elevándose con los tonos altos, y alternando su mirada, sus movimientos y sus gestos con los de sus cómplices- compañeros-acompañantes. En el relato, y fuera de él, reinaba la armonía, y los niños, contagiados por esa placentera sensación, escuchaban plácidos y pacíficos el final de una estación que a Vivaldi, y no solo a él, transmitía una felicidad desbordante.

Entonces llegó el Verano, la estación preferida para la inmensa mayoría de los comunes mortales, al coincidir normalmente con las vacaciones y las correspondientes escapadas a la montaña o a la playa, como bien reflexionaba Ara después de haber dado las gracias a los padres por haber traído a sus hijos, y a los niños por haber traído a sus padres. Pero, desafortunadamente, al compositor italiano esta estación no le gustaba para nada -Malikian insinuó que quizás fuera porque el bañador le quedase fatal- y por este motivo el concierto reflejaba, con su música “llena de quejas”, una tremenda ira del mencionado autor hacía el inaguantable sofoco veraniego…

El (sofocante) Verano

El (sofocante) Verano

Y, en efecto, al terminar esta introducción, el ambiente ya empezaba a “calentarse” -aunque el que de verdad estaba “calentando motores”, o más bien falanges, era Ara, junto con sus fieles compañeros-, con la comentarista desabrochándose los botones de su camiseta, abanicándose con su hoja de papel y resoplando ostentosamente.

Había llegado el calor, el bochorno y la pesadez… Todo languidecía, todo se dilataba, todo se volvía más denso…

Los violinistas, tocando los primeros compases de este lento y pausado primer tiempo, «allegro non molto», se secaban incesantemente la frente entre una pausa y otra: les costaba tocar y casi no podían sujetar sus instrumentos. Las feroces y despiadadas ráfagas de calor doblaban sus facultades mientras que un vendaval de viento ardiente les asestaba un intenso golpe final, haciéndoles “caer” rendidos, en todos los sentidos, al poder de las altas temperaturas.

Parecía que el espectáculo iba a terminar así, con el público envuelto, rodeado, casi atenazado por las cálidas y perezosas batutas iniciales de ese tremendo y despiadado verano que podía con todo y con todos, y con Ara, agotado, abatido, asfixiado, intentando buscar inútilmente con su cansada, y pesada, mirada a un cuco solitario que, en algún lugar del escenario, o fuera del mismo, desplegaba tozudamente su repetido canto. Pero el ave ya no estaba.

Ese sí que era el final, un tórrido y desagradecido final.

Pero cuando el silenció se había apoderado de la sala y el violinista, y su violín, parecían callar para siempre, una última ráfaga de calor que se posó sobre ambos provocó que el violín y su príncipe-sonador -¿o soñador?-, besados por este tímido soplo, despertasen como por arte de magia…

Empezó así una frenética sucesión de notas rapidísimas, acompañadas por el violonchelo y por los movimientos del violinista solitario al límite de la coordinación, al hilo (¡o a la cuerda!) del imposible, en contra de la fuerza de gravedad. La velocidad de los dedos, de los brazos, y también de las piernas de Ara, era impresionante. Ara se desahogaba, Ara daba rienda sueltas a sus emociones, Ara se desataba invadido, casi (o sin casi) poseído por la música clásica: saltaba, se arrodillaba, daba volteretas, se meneaba…

Su cuerpo no paraba quieto. Todo era música, todo era movimiento. El clásico violín parecía haberse transformado en una moderna guitarra rock y el violinista clásico en un rockero moderno. Todos callábamos, sorprendidos, conteniendo el aliento, casi sin poder respirar, no sólo por el calor del verano, sino también por el temor de que se escapara alguna nota, que  se sobrecalentaran las cuerdas hasta fundirse o, peor aún, que el rockero-violinista tropezara mientras que simultáneamente tocaba y bailaba. Pero Ara, aunque desenfrenado, desquiciado, desinhibido, lo controlaba todo, hasta el más mínimo detalle, hasta la más sutil vibración, hasta el más imperceptible movimiento.

Afortunadamente, logramos resistir indemnes el ardiente vendaval y todos pudimos volver a respirar y suspirar de alivio: Ara seguía entero, todo de una pieza, y, aunque pareciera imposible, las cuerdas de su violín también.

Llegaron entonces los lentos cantos de la tórtola y del jilguero que, seguidamente, con sus melodías más “dinámicas”, volvieron a raptar el cuerpo y el alma del violinista, llevándole, junto con las aves que interpretaba, en un baile, casi una  persecución, “volteante” que acababa contagiando también al segundo violín. La comentarista asistía impotente, al igual que nosotros, a ese extraño espectáculo hasta que se vió obligada a ordenar a los dos músicos-voladores que volvieran a su nido para que el entero cuarteto pudiera finalmente representar el tranquilo viento del sur.

Los «Cuatro Fantásticos» se movían al son de la música, levantándose y sentándose según las diferentes tonalidades de la dulce melodía -el único que nunca se sienta y que no para de pie es siempre el mismo sujeto: Ara Malikian- sin que nada ni nadie dejara presagiar la salvaje aparición del contrario viento del norte que, interponiéndose entre unas notas largas, casi arrastradas, volvía a azotar al campo y a los campesinos, con un ímpetu revoltoso. Empezaba otra vez la revolución musical, y no sólo eólica, con el cuarteto tocando a una velocidad frenética mientras que el violinista principal saltaba sobre un pie, sobre otro o con los dos a la vez, concluyendo su enésima performance musical, y también deportiva, atacado por unas molestas moscas y moscones veraniegos.

La amenazadora tempestad veraniega

La amenazadora tempestad veraniega

Pero las intemperies, climáticas y musicales, no se acababan aquí. A lo lejos ya se oían unos amenazadores truenos, ya se acercaban unos impávidos relámpagos, ya se desahogaba en todo su furor la inevitable tempestad del «allegro» último tiempo.

Era un auténtico diluvio… de notas, de saltos y de movimientos. Las rodillas se doblaban repetidamente, los pies se levantaban continuamente, la cabeza jadeaba constantemente y los dedos se deslizaban vertiginosamente.

Ara había alcanzado su estado puro. Ara era ya música en sí mismo.

Con tanta velocidad e impetuosidad, todo se confundía y el público, totalmente desorientado, ya no sabía si era Ara que tocaba las notas o si eran las notas que tocaban a Ara. El gran final, largo, rápido, dinámico y apoteósico, había exaltado de modo soberbio el arte “clásico” de Malikian y alabado grandiosamente el terrible verano de Vivaldi.

Pasada la tormenta, rompieron los aplausos. El músico había estado a la “altura” del compositor, o mejor, el alumno del segundo milenio había superado con su originalidad y creatividad al maestro del siglo XVIII.

El concierto, de todas formas, seguía. “Tocaba” ahora, en todos los sentidos, el Otoño.

El (fructífero) Otoño

El (fructífero) Otoño

Era esta, afortunadamente, una estación que el compositor amaba y, en efecto, como bien nos contaba Ara, a Vivaldi, cual atípica Caperucita, le divertía ir por el campo con una cesta, recogiendo no sólo flores y verduras, sino también fruta, sobre todo una que abundaba por todos los rincones: las uvas. Y para no desaprovecharlas, el (ahora) simpático italiano se dedicaba a producir vino, con unos efectos colaterales no del todo positivos (¡aunque que sí daban positivo!). Los más pequeños, bien preparados en materia enológica, quizás “demasiado” preparados, contestaban correctamente a todas y cada una de las preguntas que les dirigía el violinista que, entre asombrado y  complacido, se animó a revelarles un increíble secreto sobre el afamado compositor, con la condición de que no se lo contasen a nadie -todos los miembros de la familia de Aliapiedi prometimos solemnemente no contarlo, así que, para descubrirlo, tenéis un motivo más, junto con muchos otros, para asistir a este espectáculo-.

Una

Una «embriagadora» fiesta otoñal

Después de estas últimas clamorosas, y reservadas, palabras, la comentarista retomó el hilo del relato, hablándonos de unos campesinos que bebían hasta la saciedad. Empezaba así el primer tiempo otoñal, “allegro”, jovial, ameno, con algunos “toques” excéntricos que iban acumulándose a medida que “uno” de entre estos labradores, con muchas ganas de fiesta, iba progresivamente bebiendo. Ara parecía tener problemas de “verticalidad estática” sobre el escenario y el público empezaba a temer por su salud física, y mental, cuando llegó en su auxilio el segundo violín. Sin embargo, después de haber conseguido que el violinista se mantuviera firme y en pie, era ahora su instrumento el que parecía no querer estar en su sitio. ¿Qué estaba pasando?, se preguntaban desorientados grandes y pequeños: el músico parecía otra persona, o mejor, otro personaje; parecía un borracho, o mejor no, no lo parecía… ¡realmente estaba borracho! El pánico y la indignación se apoderaron del público al comprobar que, una vez bien colocados Ara y su violín, las notas ya no fluían como antes o, mejor dicho, ¡no fluían para nada! Del arco de Ara sólo salían unos estridentes y molestos sonidos, casi ruidos…

Así no se podía seguir adelante. Los otros tres músicos se disponían a abandonar la sala y la función, una vez más, parecía haber concluido.

Fue entonces cuando Ara, tambaleándose, en un desesperado intento final, consiguió retener a uno, el violonchelo, que, movido por la compasión, empezó a tocar junto a él, uno sentado y el otro de pie, una melodía loca y borracha que, poco a poco, con su delirio musical, fue atrayendo a los otros dos componentes del magnífico cuarteto. Los dos violines volvían a desafiarse con la melodía de notas rápidas seguidas por repentinas notas lentas, y, sobre todo, con la alegría “en los cuerpos”: el otoño, y el buen vino, hacían estragos entre todos.

Ara, con los ojos lúcidos y una enorme sonrisa en su boca, tocaba, saltaba, corría, hacía piruetas, hasta se contoneaba, feliz, jocoso y agitado… demasiado feliz, demasiado jocoso y demasiado agitado. La caída al suelo era inevitable.

Después de este momento de “defaillance”, la narradora retomó el hilo de la historia del borracho que, ahora cansado, buscaba un sitio para dormir. Ara, totalmente metido en este papel, sentado, empezó a tocar con los demás, despacio, muy despacio, lentamente, muy lentamente, «adagio molto», la misma melodía, una y otra vez, como un disco roto, hasta quedarse profundamente dormido -aunque, gracias a la desinteresada ayuda de los niños asistentes, al poco rato se despertó-. Así que, después de la fiesta (¡y de la siesta!), algunos cazadores, acompañados por las notas de los Cuatro Fantásticos tocando al unísono el «allegro» tercer tiempo -aunque, come siempre, al final a uno de ellos “se le iba el tema”-, decidieron irse al bosque, donde, ante el asombro de Ara, se toparon con un peculiar ciervo de “raza malikiana”, al que rápidamente apuntaron con sus armas -es decir, con unos temibles fusiles, que en origen eran unos pacíficos instrumentos musicales-, mientras que los perros, con la participación de los más pequeños, ladraban fuertemente. Sin embargo, “el animal”, listo, elegante y ágil en sus movimientos, consiguió escapar, burlando a su verdugo, así como bien representado en una genial “pieza” musicalmente teatralizada y sabiamente subrayada por unos arrastrados sonidos, casi frenados…

Grandes y pequeños asistíamos, y escuchábamos, atónitos a lo que estaba pasando sobre el escenario: eso ya no era música, ni siquiera era teatro, era algo más, era mucho más. Era imposible no reírse a carcajadas, imposible no llorar de alegría, imposible no gozar de ese hilarante, y larguísimo, paréntesis cómico que estaba a punto de convertirse en una dramática tragedia.

Una flecha despedida por las, teóricamente inocuas, cuerdas de los arcos alcanzó al animal que, aunque estaba herido, se enfrentó tozudamente a su fatal destino, tocando obstinadamente, al igual que los músicos del Titanic durante su hundimiento, mientras que poco a poco él y su música, fueron perdiendo fuerzas, hasta apagarse para siempre…

Ya nadie se atrevía a reír. Todos en silencio, con el terror en los ojos y el miedo en el cuerpo, creíamos que el ciervo había muerto de verdad. Los propios cazadores, convencidos de ello, se estaban acercando para comprobarlo cuando éste, inesperadamente, reaccionó con una dulce, y atlética, melodía “abdominal”: el ciervo estaba vivo, ¡más vivo que nunca!, y con un “ágil y brillante” salto, según nos relató la narradora, escapó por el bosque. Ara, sin embargo, ya no estaba en condiciones de levantarse del suelo de la manera anunciada, pero después de ver dibujada en la cara del numeroso público asistente una expresión de profunda decepción, nos sorprendió a todos con uno de sus célebres saltos, demostrando, una vez más, que, comparado con él, ¡Billy Elliott era un novato!

Entonces volvieron las notas alegres del último tiempo de este otoño inolvidable…

Después de aclararnos, como colofón final, las diferentes funciones del ciervo y del borracho y los diferentes papeles que podían asumir los niños y los padres en la vida real, Ara se dispuso a introducirnos la nueva, y última, estación: el Invierno, una época dura y fría para todo el mundo y más aún en Venecia, la ciudad donde residía Vivaldi.

El (duro) Invierno

El (duro) Invierno

En efecto, por aquel entonces no existía calefacción y la gente, para luchar contra las gélidas temperaturas, tenía la costumbre de golpear los pies en el suelo para calentarse. Precisamente, según nos reveló Malikian, el maestro transalpino compuso este concierto pensando en estas enérgicas pisadas que bien se identificaban, para nuestra participación, en el repetido estribillo.

El frío ambiente invernal

El frío ambiente invernal

Esta vez, al contrario que en el verano, el ambiente empezaba a “enfriarse”, y la comentarista, tiritando y temblando por las bajas temperaturas, nos introdujo en este periodo climático tan hostil y tan inclemente. El cuarteto empezó el «allegro non molto», con sus notas heladas y cortantes donde, de vez en cuando, se interponían unos rápidos pasajes del primer violín simulando un viento rebelde y sibilante. La gente tenía que correr, moverse, huir para no caer presa del frío mientras que los pies luchaban con la nieve para no hundirse en ella; podíamos -¿era sueño o realidad?- oír su chasquido sobre el suelo nevado y, asaltados por esas notas y por un inesperado frío, casi automáticamente, como un reflejo involuntario, nos poníamos a pisar fuerte el suelo, al son de la potente, casi imperiosa y autoritaria, melodía. En el escenario, y fuera de él, todos helados, encogiéndonos de hombros, agachando la cabeza, metiéndonos las manos en los bolsillos, seguíamos golpeando el precioso parquet del teatro para entrar en calor. ¡Qué duro era el invierno!

Empezó el «largo» segundo tiempo, lento y “pizzicato”. Las cuerdas de los arcos se imponían más que nunca mientras que nosotros, animados por la narradora, nos unimos en una maravillosa, escenográfica y eficaz “danza de la lluvia”. Como por arte de magia, o de la música, empezó a llover, al principio tímidamente, con sólo una(s) poca(s) gota(s), y luego, intensamente, con unas gotas, y unas notas, en progresivo aumento, haciéndose cada vez más fuertes y cada vez más “palpables” en el aire.

Y así, todos juntos, al ritmo de la música, conseguimos lo inenarrable: ¡Bienvenida lluvia! ¡Bendita lluvia!

La realidad se confundía con la fantasía, la música se unía a los cuerpos y la magia entre Ara y el público se difundía irreversiblemente y para siempre: todo, y todos, éramos música clásica. Llovía a cántaros y nadie se preocupaba por ello; todo lo contrario. Nunca una lluvia había sido tan melódica, tan placentera y tan colectiva.

Un terrible, e increíble, trueno marcaba el final de este majestuoso segundo tiempo.

Rompieron otra vez los fragorosos aplausos. Los pies, con tantas pisadas, y las manos, con tantas palmadas, ya se habían calentado, y los cuerpos, llenos de sorprendente emoción y de extrañas sensaciones, ya no notaban el frío. En el teatro sólo había calor, humano, musical, universal…

La lucha final del «allegro» último tiempo entre el viento del sur y el del norte, levantó con la fuerza de sus notas todo lo que se interponía en su camino, músicos incluidos, que, de pie, con Ara y con la narradora, recibieron agradecidos una nueva lluvia… de sinceros, emocionados y entusiastas aplausos de un público, también de pie, más firme que nunca.

A los niños de todas las edades, aturdidos, desorientados y seducidos por ese tan atípico como cautivador concierto de música clásica, protagonizado por un hombre nada “clásico”, de profundos ojos negros, de luminosa sonrisa, de abundante pelo rizado, y sin aire de “pescado muerto”, no les quedaba otra que desear que las estaciones fueran infinitas, como las ilusiones musicales que acababan de vivir. Pero el invierno se había acabado.

Los “Cuatro Fantásticos” de las cuatro cuerdas bajaron alegres del escenario, acompañados otra vez por unas gotas, y notas, de lluvia, y los cuatro (¿fantásticos?) de Aliapiedienfamilia, eufóricos por ese maravilloso fenómeno meteorológico que volvía a abatirse sobre ellos, salieron felices  del teatro, gritando al unísono: «¡Música clásica!»

Una original terraza...

Una original terraza…

... bajo el cielo de Madrid

… bajo el cielo de Madrid

Con un poco más de tiempo: Al finalizar el concierto, si el tiempo lo permite y tenéis ganas de un cocktail “de altura”, os recomiendo acercaros a piedi, unos pocos pasos más allá por esta polifacética Corredera Baja de San Pablo, casi al llegar a la plaza de Tudescos, a la entrada de un… ¡gimnasio! En su última planta descubriréis una sorprendente y original terraza donde gozar bajo el cielo de Madrid de sus maravillas arquitectónicas.

Una nota final: Este relato está dedicado al teatro, a la música y a su gente que, con su pasión y su labor, nos hace soñar cada día, siendo ellos mismos impertérritos soñadores. Por ello, desde la pequeña, pero grande, familia virtual de Aliapiedi, nos unimos al coro de llamamientos para que el pequeño, pero grande, sueño de este magnífico artista libanés se haga realidad: ¡obtener la nacionalidad española! Es incomprensible que a este genio se le deniegue tan legítima pretensión pero si su maravillosa tierra de adopción, que es también la de la que suscribe, siguiera sin concedérsela, por los motivos que fueran, Alia(piedienfamilia) hará (que no Ara) todo lo posible para que un día pueda anunciar orgullosa que sus compatriotas son Antonio Vivaldi, Nicoló Paga(g)nini y… ¡Ara Malikian!

Ara Malikian y su violín: el príncipe-sonador ¡y soñador!

Ara Malikian y su violín: el príncipe-sonador ¡y soñador!

P.S.: Las ilustraciones de este relato son de Miguel Carini y están extraídas del libro “Mis Primeras Cuatro Estaciones” de Marisol Rozo.

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12 pensamientos en “Teatro (L)Ara y «Mis Primeras Cuatro Estaciones»: ¡¿¡Música clásica!?!

  1. Vi

    Fabuloso!!!
    Alia, siempre sabes encontrar lo mejor de Madrid! Tu blog es imprescindible para sacarnos de la rutina.

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  2. Mola mucho esta entrada, tengo q llevar a mis niños a ver a Malikian

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  3. Una vez más enhorabuena por este detallado y delicioso relato en el que nos has hecho vibrar con tus descripciones. Hace algunos años pude ver a Ara Malikian en otro espectaculo que nos sorpredíó y encantó.

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    • Muchísimas gracias Margarita por leer mi post y por dejar este apreciado comentario. Creo que nadie puede quedarse indiferente después de oír un concierto de Ara. Me alegro de saber que compartimos gustos musicales. Un abrazo

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  4. Roberta

    Queridísima Alia, ya sabes que soy una fan incondicional de este genio del violín, que me hechizó literalmente cuando le vi actuar justo en «Las cuatro estaciones» en el Teatro Lara hace un año, y después de leer este magnífico y detalladísimo relato (que uno no puede llamar solamente «post», ya que sería reductivo) sólo te puedo decir que has hecho plenamente justicia a su energía, a su talento, a su música y a su pasión por hacerla accesible a los más diversos públicos con tu genial y apasionada prosa, ¡de la que también soy fan incondicional! Ahora, me parece desconcertante que su país de adopción, donde y a cuya gente este genial artista está contribuyendo desde hace mucho tiempo con su arte y con su talento, ¡todavía no le haya concedido la nacionalidad española! De hecho, ¡sería sólo un honor para España reconocerle la nacionalidad española a Ara Malikian! ¿A lo mejor se podría empezar una campaña pública para pedirla? un fuerte abrazo, ¡la próxima vez vamos juntas!Roberta

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    • Queridísima Roberta, ya sabes que soy una incondicional amiga tuya y que tus palabras, igual de apasionadas que las mías, siempre son para mi motivo de gran orgullo y profunda alegría. Estoy totalmente de acuerdo contigo, y así lo he reflejado al final del relato, que es absurdo que no se conceda la nacionalidad española a este genio musical… yo, dadas las circunstancias, ¡estaría encantada de que fuera italiano como ambas! Por supuesto que volveremos a verlo, juntas y con las niñas, cuando honre otra vez a esta maravillosa capital con sus estupendas actuaciones y con su carismática presencia.
      Un fuerte abrazo y gracias como siempre por tu comentario.

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  5. Estimado blogger,

    Soy Natalia, Responsable de Comunicación de Paperblog. Tras haberlo descubierto, me pongo en contacto contigo para invitarte a conocer el proyecto Paperblog, http://es.paperblog.com, un nuevo servicio de periodismo ciudadano. Paperblog es una plataforma digital que, a modo de revista de blogs, da a conocer los mejores artículos de los blogs inscritos.

    Si el concepto te interesa sólo tienes que proponer tu blog para participar. Los artículos estarían acompañados de tu nombre/seudónimo y ficha de perfil, además de varios vínculos hacia el blog original, al principio y al final de cada uno. Los más interesantes podrán ser seleccionados por el equipo para aparecer en Portada y tú podrás ser seleccionado como Autor del día.

    Espero que te motive el proyecto que iniciamos con tanta ilusión en enero de 2010. Échale un ojo y no dudes en escribirme para conocer más detalles.

    Recibe un cordial y afectuoso saludo,
    Natalia

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  6. Inés

    «Mis primeras cuatro estaciones» en el Teatro Lara es CARO. 22 € por 55´. Son cuatro músicos y un narrador a lo que se suma que en vestuario y decorado gastan cero. ¡Luego se dice que la ópera y el ballet son caros…!

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